Abro los ojos. Me despierta el albor incipiente de la mañana que entra como delgados rayos de sol a través de los pequeños resquicios que mantienen separadas las persianas.
Un zumbido intenso me aturde en mi repentina vigilia como implorando que esa ligera luz que atraviesa las cortinas desaparezca por completo.
Así que cierro bruscamente los ojos y me doy vuelta en la cama como para evitar el leve, casi nimio claro que interrumpió mi incómodo y no tan reparador sueño.
Pero ahora que ese atisbo de luz desapareció, ese atisbo que me encandilaba como si con unos binoculares hubiese observado directamente al sol, ese atisbo que incendiaba mis ojos y ejercía tal presión en mi cabeza que hubiera preferido que explotara por los aires de una vez por todas; ahora que ese atisbo de luz desapareció al darme vuelta en mi propio eje para evitarlo y seguir durmiendo, me di cuenta de que era imposible conciliar el sueño pues una vez que la luz cegadora arrancó de raíz el sopor en mis sentidos, pude percatarme de que no había marcha atrás.
Pero, aunque sigo despierto, al no estar ofuscado por la luz que inicia un nuevo día, esa sensación de fuego que tenía al ver la luz había desaparecido y el dolor comprimente de mi cabeza se había mitigado.
Intenté recordar qué había sucedido la noche anterior que había causado este intenso sufrimiento en la cabeza, evidentemente causado por el desenfreno de la noche anterior.
A lo que me refiero es que, si era así de horrorosa la resaca, cómo sería ahora la cruda moral.
Pero mientras pienso más y más en eso, lo que me sucede es que mi cabeza es estrujada más fuerte y dolorosamente, como si unas manos la exprimieran como una esponja a la que intentan sacar toda el agua que tiene dentro para poder extraer la mínima lucidez de esa nube que se me había cernido la noche anterior.
Y sucede que mientras más intento pensar, más duele. Como si el intentar recordar lo sucedido y las resultantes consecuencias hiciesen más presión en mi cabeza que el fuego que iluminaba mis ojos hace unos momentos. Como si el daño que me hice moralmente fuese más dañino que aquel que le hice a mi cuerpo.
Así que agarro las cobijas y las arrebujo sobre mi cabeza como si quisiera evitar que todas esas dudas que aún no sé y que espero no saber entraran desde afuera hacia mí y al cubrirme con las mantas simplemente hiciese una fortaleza para protegerme de ellas.
Al parecer funciona. Me tranquilizo. Quizás es porque regresé a la oscuridad y eso me da seguridad.
Pues al haber oscuridad simplemente no puedo ver nada. Nada de nada. Nada de esa ligerísima luz que causaba estragos a mi vista y mi cabeza. Nada de esas incertidumbres que causaban estragos a mi ser y mi conciencia. Sólo oscuridad.
Y no sé si he cerrado los ojos o están abiertos, pero lo que sé es que inmediatamente me quedé o en un estado de letargo ligero o en un sueño pesado que convirtió ese sueño incómodo y nada reparador a un sueño igual de incómodo y nada reparador pero protegido de las dudas y de lo exterior como si hubiese creado una fortaleza tan efectiva que no dejaba que entrase nada, ni siquiera aunque lo hubiera permitido dejar pasar.
Sólo oscuridad.
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