La boca del infierno

He tenido días buenos, he tenido días malos, he tenido días. Cuando escuchaba, al empezar todo esto, a la gente que decía (mis amigos, mis padres, mis maestros, en redes sociales, en donde sea) que el encierro nos iba a volver locos, era algo así como un decir. Algo que la gente repetía, yo incluido, porque otra gente repetía sobre gente que decía que estar encerrados nos iba a volar la cabeza y a emponzoñar el alma y a arruinar nuestra existencia.

       Si alguien común y corriente sabía sobre estar encerrados, es porque había oído sobre los reos en las prisiones, porque había leído el conde de Montecristo, lo veía en personas que vivían todo el tiempo dentro de sus casas y se veía a simple vista que tenían zafado un tornillo. Llamábamos locos a estos últimos.

          Y quizá los llamábamos locos porque su encierro era voluntario y eran un poco raros. Como si no pertenecieran a la raza humana o a este planeta.

          Pero sobre los dos primeros, los reos y gente como Montecristo, que era un reo, sabemos que sus encierros no fueron voluntarios.

           Ahora, sé qué es volverse loco en el encierro. Ya no es un decir para expresar una desilusión sobre algo que no conocemos.

      Aunque, ahora que lo recuerdo, al principio el encierro era algo efímero. Creíamos que iba a durar poco. Nos programamos para dos o tres meses. Después de eso, yo me empecé a volver loco. Dejé de tener contacto con la gente del exterior y pasar más tiempo con esa persona que habita en mi mente, que habita en la mente de todos, y que se llama uno mismo.

              Todos creímos que iba a durar esto un mes, luego dos meses, luego tres meses. Nadie sabía lo que nos deparaba el destino. Nadie sabía que, al resignarnos a que esto tuviera una fecha de expiración, un día límite, íbamos a vernos al espejo y mirar a ese ser que coexiste con nosotros. 

             Nadie sabía que íbamos a escudriñar nuestra mirada y darnos cuenta de que ahí había alguien más. 

             Alguien que es tan bondadoso como peligroso puede ser. Con pensamientos de tanto amor como rencor, de tanta esperanza como desesperación, con tantas ganas de vivir como ganas de subirse a un décimo piso y saltar. De conseguir un arma y disparar a los demás o a uno mismo. De agarrar una cuerda y colgarse en las escaleras. O simplemente dormir y no volver a despertar.

          Yo nunca creí llegar a conocer ese ser tan horrendo que habita en todos nosotros. Esa bestia infernal capaz de hacer toda calamidad posible en esta Tierra.

             Descubrir traumas y trastornos que uno, dentro de sus cabales, habitando en el exterior, en la jaula de armonía que era el día a día, nunca hubiera encontrado si raspaba más allá de esa capa superior que llamamos ignorancia.

             Al tener tanto ocio en mi vida, al no tener nadie a quien recurrir, a nadie en quien confiar, tomé una pala y empecé a escarbar a través de esa costra que cubría mi infierno. 

               Al principio no había más que melancolía y agua de lágrimas, piedras duras que cubrían un corazón delicado y muy frágil, lombrices dentro de un intestino que se retorcían dentro de mí y me comían lentamente las entrañas.

             Pero empecé a bajar más, el agujero se hacía cada vez más hondo, y cada vez llegaba el olor a azufre que emanaba de un fondo que aún no sé si he encontrado. 

          Digo esto porque puede que el olor sea una especie de ilusión olfativa y quizás algún día, en lo más profundo de aquel agujero, encuentre algo tan duro que no se pueda escarbar más y tenga que regresar a la superficie a mi merced.

            Pero también puede ser ese olor real y escarbar tan hondo que encuentre el origen de este y caer en las brasas que me engullirían expectantes, con sus lenguas tan largas que en el instante en que entre me atrapen y caer finalmente en el fondo de esa enorme garganta de fuego que me esperaba desde el principio de los tiempos, para que después de este tormento no pueda ver más que oscuridad.

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