La vida a través del espejo
Entró al baño de mujeres. Se miró en el espejo. Se veía horrible, demacrada, ojerosa. Casi muerta. Pero el espejo la veía hermosa. Radiante. Como si nunca hubiera visto nada igual.
Ese cabello que ella veía maltratado, sucio y reseco, el espejo lo veía dorado, brillante y muy suave. Esos ojos que ella veía lánguidos, vacíos y succionados, el espejo escrutaba en el más hondo de su ser encontrando esa luz que todavía emitían. Esos rescoldos que, entre cenizas, podían volver a ser esa hermosa llama que alguna vez había sido.
Bajó la mirada hacia el lavabo para mojarse la cara y brindar aunque sea un poco de esa vida que poco a poco sentía que iba perdiendo y echar un poco de leña al fuego para que no se esfumara por completo.
Entonces ella pensó que alguien la estaba mirando. Volteó atrás y no había nadie. A los lados y nadie.
No escuchó ruido alguno pero creyó aún así que algo había escuchado. O sabía que algo iba a escuchar. Siguió buscando por todo el pequeño baño mientras olvidaba ese semblante que acababa de ver reflejarse en el espejo. El espejo asimismo olvidó el retrato que él había visto, pues los espejos olvidan rápido.
Un minuto pasó y se resignó dejando todo en manos del destino desentendiéndose de sí misma.
Regresó al lavabo a seguir empapando su cara de esas gotas de tan grandioso elemento que puede dar vida así como quitarla y volvió a sentir esa mirada clavada en ella.
Pero ahora no volteó hacia atrás ni hacia los lados. Simplemente se quedó inmóvil sintiendo esa mirada que la taladraba. Eso era evidente, ella sentía que alguien la estaba perforando. La pregunta era, ¿de dónde? De dónde venía esa hendidura que atravesaba su cuerpo entero.
Se quedó unos largos segundos con la llave abierta en la misma posición hasta que se volvió a mirar al espejo. Era el espejo quien la miraba a ella. A ella tan joven pero tan acabada. A ella con tan poca edad, pero con tanta experiencia. Con las marcas y hendiduras de la vida vivida en la piel y de los sufrimientos en el alma.
El espejo era quien taladraba su ser. Sabía quién era, o qué era. Pero seguía sin saber cómo lo hacía . Aunque poco importaba.
Sonrió. Después de tanto tiempo sin haber esbozado una sonrisa en concordancia con el corazón, sonrió. Se vio a ella misma por fin. Vio lo que nadie más veía. Nadie más que el espejo. Y ahora ella veía lo que veía el espejo: a ella.
Y sonrió todo el día, y toda la noche, y toda la semana hasta que tuvo que dejar de sonreír pues nadie puede sonreír por tanto tiempo. Pero aunque la sonrisa en la cara se tuvo que borrar eventualmente, esa imagen no pudo zafarse de ella.
Y al igual que todas las marcas del tiempo que le surcaba el cuerpo, esa imagen asimismo surcó y atravesó y recorrió todo lo que ella era: ella.
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